domingo, 29 de julio de 2012

Oliva y laurel



El jabón de manos que utilizo es de Alepo. Un souvenir de mi amiga ‘siria’ nacida en Catalunya. A veces era una postal, otras una cajita, lo último fue un jabón. El mismo jabón que usa su prima, su tía o la niña pequeña de su prima que viven en Alepo. Hace tres años que no las ve. En Barcelona es domingo y hace un calor infernal. Me lavo las manos con ese jabón de oliva y laurel, y me refresco la cara.

Dicen que es uno de los mejores del mundo. Leo que es especial para pieles sensibles, para pieles con problemas, que sirve de antiséptico, antiinflamatorio y antioxidante. Muchas propiedades. Leo también que tiene 2.000 de antigüedad y que durante las cruzadas se extendió por todo el Mediterráneo.

Puedo comprobar que la pastilla es muy resistente, lleva meses y meses en el baño y no parece desgastarse. Al contrario, se adhiere con fuerza a cualquier superficie blanca, ya sea cerámica o mármol, para no desaparecer. El jabón lucha contra el agua, es cansado, pero aún así no se rinde y reta a su destino. Recuerdo que llegó de Alepo majestuoso, radiante, con dignidad de rey. Pero fue sacarlo de su envoltorio y comenzar a sufrir calamidades. A veces adquiere forma de mártir, otras de vómito o náusea, siempre es un dolor en forma de jabón. Hoy se ha rebelado. Sin darme cuenta ha ocupado mi cavidad ocular y he comenzado a gritar. No podía pestañear ni abrir los párpados. Estaban pegados y luego todo era rojo y sangre en el blanco de mis ojos.

Gracias al agua, mi aliada, he podido recuperar la vista. Pero mi mirada ya era otra. Mi iris se ha transformado en verde oliva y laurel, y de repente solo pienso en la piel sensible de los sirios.